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Deshidratación progresiva

Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ya han pasado más de 12 años.

Pocas horas antes nos habíamos casado.

Muchas emociones juntas, mucha gente querida a la vez.

Importantísimas personas que dejaríamos de ver a diario desde ese momento.

Mucha belleza, mucha ilusión, muchas ganas de vivir, de beber, de comer, …

Mucho de todo y muy bueno.

Allí estábamos, en el aeropuerto de Sevilla, minutos antes de embarcar en el avión de la TAP, evocadora compañía que, con sus rojiverdes aviones, nos llevarían a las Islas Madeira, de Luna de Miel.

Mis padres nos habían llevado al aeropuerto, en coche, para despedirnos antes de ese último viaje al que, al menos a mí, me llevarían como al-último-de-sus-hij@s-que-vivía-con-ell@s.

Un sentimiento agridulce flotaba, claramente, en el momento de la despedida, junto a la parada de taxis.

Veníamos de casa de mis padres, tras haber comprobado, abrumad@s, la g€n€rosidad que l@s invitad@s habían tenido a bien expresar en forma de sobrecitos con mensajes, bromas, …

Y llegó el momento en que, efectivamente, tuvimos que decirnos “adiós”.

Fue entonces, al terminar de besar y agradecer de nuevo a mis padres su incondicional apoyo aquellos últimos días, TODOS ELLOS DESPUÉS DE AQUÉL EN QUE NACÍ, cuando, incontroladamente, salieron de mis ojos unas lágrimas de emoción/nostalgia/alegría/pena/…/¿¿??

Y las dejé salir.

Quizá necesitaba que salieran, no dejármelas dentro.

Seguí mi destino y disfruté mucho.

Como sigo haciéndolo o intentándolo hacer.

Ahora me pregunto: ¿qué pasaría hoy día si se repitiera esa escena?

Muy fácil: la estúpida actitud imperante en much@s de nosotr@s haría que el camino desde casa de mis padres al aeropuerto lo hubiera hecho consultando mi bandeja de entrada de Outlook, mi Whatsapp, Facebook, …, como si yo fuera una persona que dependiera realmente de ello, cual Responsable de algún trabajo hiperimportante y bien pagado u oficinista ocupadísimo, como si no hubiera un mañana para explorar esa mierda, en lugar de permitirme reflexionar de mi ubicación espacial, temporal, afectiva, …, que me permitiera valorar desde dónde venía, adónde me llevaban, quiénes me llevaban, las implicaciones, ..., tantas cosas…

Más fácil todavía: al despedirme de mis padres, la gilipollez que tenemos hoy día, hubiera originado que les pidiera que nos hiciéramos un selfie para inmortalizar (ya ves) ese momento; muy bonito, sí, pero no nos permitiría para nada conectar con nuestros foros internos. Sin mirar con atención a los ojos de mis padres, de mi mujer. Sin olerlos, sin tocarlos con sensibilidad.

Recuerdo ahora cuando iba con los scouts, de niño, de acampada.

Muchas veces, el campamento, raid o marcha de turno se llevaba a cabo en un lugar situado junto a un río, lago o pantano.

Los scouts, como curiosos y aventureros que son, en el caso de que quisieran conocer algo, lo hacían, valga la expresión, hasta sus últimas consecuencias.

Es decir, que SÍ QUERÍAMOS CONOCER ESE RÍO, lo remontábamos o descendíamos, veíamos sus vericuetos, las pocitas que formaba en sus recodos, si podíamos bañarnos, lavar o coger agua de él, si ésta era potable, si la hija del cabrero que cuya finca lindaba con el río estaba para comérsela de rebuena, … Y, luego, nos bañábamos, lavábamos, montábamos duchas que tomaban agua de él… LO CONOCÍAMOS. No nos quedábamos en mirar la orillita, así, tímidamente, en plan turista temeroso.

Pues esa es la sensación que me invade ahora con todo. Con todo.

El puto móvil, las putas redes.

No hacemos un buen uso de ellas.

Muchos de nosotr@s abusamos de ellas, las usamos mal, dejamos que nos invadan nuestras vidas, nos dejamos someter, nos ponemos a cuatro patas delante de ellas. Perdiendo tanto…

Cuántas veces estás con alguien y, en realidad, te das cuenta que ese alguien no está contigo, pero sí con todo eso que está al otro lado del puto smartphone que no deja suelto más de 15 segundos y que no cesa de avisarle de decenas de chorradas a las que ¿atender?

Cuántas miradas a los ojos perdidas.

Cuántos detalles desapercibidos.

Cuántos gestos sin observar.

Cuántas conversaciones ni siquiera arrancadas.

Cuántas risas que ni llegan a ser incipientes.

Cuántas caricias sin mano para propinarlas, son hombro receptivo.

¿Cuántas cosas perdidas para siempre o, al menos, difíciles de recuperar?

Estamos perdiendo la práctica en todas esas cositas que, poco a poco, estamos dejando de ejercitar.

Nos estamos volviendo torpes, ineptos.

Una pena, profunda y verdaderamente.

Una muerte lenta del interior.

Yo, sin embargo, sigo queriendo tirarme al río, al pantano.

Prefiero mojarme; o al menos, intentarlo.

Lo prefiero, de verdad, a quedarme, dejándome llevar por la estúpida inercia imperante, seco para siempre; o al menos, al menos, seco por mucho tiempo.

En fin, Las Cosas…

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